Parecía premier de película. No había lugar disponible para uno más. Llegué temprano a la oficina con toda la intención de hacer lo necesario para ganarme el pan de cada día, de poner al corriente los asuntos pendientes que se han desplegado para darme la bienvenida. Hice uso de algunas artimañas para poder situarme en un lugar donde tuviera un panorama general e iniciar. Entusiasmada prendí la computadora, abrí el correo electrónico, inicia el año, veremos qué tenemos por aquí. De pronto, una aluvión se deja caer en mi pantalla, uno, dos, tres, veintiocho, noventa y uno, ciento dos mensajes. El entusiasmo declina un poco.
Hace frío y la tarea será ardua por lo que me dispongo a preparar un café. Taza en mano regreso al escritorio. Ring, ring... apuro a contestar, -buenos días, feliz año, mis mejores deseos, ¿descansada?, si, claro, gracias, no es posible, por aquí debe estar el estado de cuenta... lo busco, abro sobres, saco papeles, abro cajones, saco papeles, no aparece, qué pasa, si quieres te devuelvo la llamada.
Estoy en problemas. Estaban aquí, los recogí al entrar, fue lo primero que abrí. No aparecen. Calma, no pasa nada, por aquí están. Nada. Desfilan ante mis ojos papeles multicolores, vestidos de fiesta, brillantes y burlones, todos ellos producto de los mercadólogos que parece no tuvieron vacaciones. Los tomó entre mis manos, uno a uno y los deslizo al otro lado del escritorio, tal vez me anime a suscribirme a esa revista, o cambie de modelo de auto, o decida planear las próximas vacaciones. Los sobres siguen a mi izquierda, sobre la bandeja, violentados al abrirlos. Los papeles blancos tamaño carta, oficio o carta personal esperan su turno para recibir de mis manos el tibio saludo de año nuevo.
Acudo al cesto de basura, tal vez, en un descuido, tiré los estados de cuenta. Nada. Encontré pedazos de hojas que mutilé con mis manos antes de lanzarme a la aventura de las vacaciones.
El teléfono de nuevo, bueno, feliz año, todo bien, gracias, ¿los puntos acumulados en su tarjeta?, claro, enseguida. Dejo la bocina un minuto, traigo un fólder con papeles, 96000 puntos, de nada, adiós. Las tareas programadas con recordatorio en mi computadora hacen su aparición. Escondo las ventanas. Ring, ring, ¿los contratos? sí, ya están listos, ¿un e-mail? Ahora lo checo, si enseguida, yo le llamo. Abro la ventana de correo.
Aviento los sobres al cesto de basura, ya no sirven. Tocan a la puerta, me levanto para abrir. El cartero, oh no, más sobres impecables. Regreso y los deposito en otra charola. Con desconcierto observo que los papeles han cambiado de lugar, los sobres volvieron al escritorio, los papeles multicolores están danzando entre esos otros, elegantes, de blanco con detalles en negro. Las plumas desfilan sobre ellos dejando su huella como muestra de su afecto. La engrapadora trabaja febrilmente como casamentera haciendo uniones; el abrecartas se entretiene rompiendo sobres; el quita grapas deshace uniones antiguas; el mouse cierra las ventanas de recordatorios y ha marcado los mensajes como leídos; la máquina de hacer etiquetas desliza la cinta con rapidez; el fax arroja papeles como vómito, compitiendo con la impresora que hace lo propio.
No puedo dar crédito a lo que sucede. Me alejo, salgo a la terraza, respiro profundo, miro las plantas y me entretengo en quitar las hojas secas, ¡oh no, más hojas!. Al cabo de diez minutos regreso al escritorio, la actividad ha cesado. Empiezo a ordenar nuevamente. Me encuentro con sorpresa que las citas de mi agenda han sido cambiadas, la pluma roja fue la responsable, la delata el color de la tinta. Quiero pedir ayuda, debo estar volviéndome loca, busco el teléfono del psiquiatra, marco y me contestan en la papelería.
Cierro los ojos, respiro profundo, trato de relajarme, siento que algo está corriendo por mis piernas, brazos, manos, trato de moverme, no puedo, abro los ojos, el diurex me recorre y me ata a la silla. Las tijeras se han ido lejos, están sonrientes a varios metros de distancia. Esto va más allá de toda paciencia, me zafo con fuerza, busco mis llaves, ¿Mis llaves? ahí, sepultadas bajo nívea capa que cubre mi escritorio. Será mejor volver mañana, por hoy ha sido suficiente ajetreo.
Hace frío y la tarea será ardua por lo que me dispongo a preparar un café. Taza en mano regreso al escritorio. Ring, ring... apuro a contestar, -buenos días, feliz año, mis mejores deseos, ¿descansada?, si, claro, gracias, no es posible, por aquí debe estar el estado de cuenta... lo busco, abro sobres, saco papeles, abro cajones, saco papeles, no aparece, qué pasa, si quieres te devuelvo la llamada.
Estoy en problemas. Estaban aquí, los recogí al entrar, fue lo primero que abrí. No aparecen. Calma, no pasa nada, por aquí están. Nada. Desfilan ante mis ojos papeles multicolores, vestidos de fiesta, brillantes y burlones, todos ellos producto de los mercadólogos que parece no tuvieron vacaciones. Los tomó entre mis manos, uno a uno y los deslizo al otro lado del escritorio, tal vez me anime a suscribirme a esa revista, o cambie de modelo de auto, o decida planear las próximas vacaciones. Los sobres siguen a mi izquierda, sobre la bandeja, violentados al abrirlos. Los papeles blancos tamaño carta, oficio o carta personal esperan su turno para recibir de mis manos el tibio saludo de año nuevo.
Acudo al cesto de basura, tal vez, en un descuido, tiré los estados de cuenta. Nada. Encontré pedazos de hojas que mutilé con mis manos antes de lanzarme a la aventura de las vacaciones.
El teléfono de nuevo, bueno, feliz año, todo bien, gracias, ¿los puntos acumulados en su tarjeta?, claro, enseguida. Dejo la bocina un minuto, traigo un fólder con papeles, 96000 puntos, de nada, adiós. Las tareas programadas con recordatorio en mi computadora hacen su aparición. Escondo las ventanas. Ring, ring, ¿los contratos? sí, ya están listos, ¿un e-mail? Ahora lo checo, si enseguida, yo le llamo. Abro la ventana de correo.
Aviento los sobres al cesto de basura, ya no sirven. Tocan a la puerta, me levanto para abrir. El cartero, oh no, más sobres impecables. Regreso y los deposito en otra charola. Con desconcierto observo que los papeles han cambiado de lugar, los sobres volvieron al escritorio, los papeles multicolores están danzando entre esos otros, elegantes, de blanco con detalles en negro. Las plumas desfilan sobre ellos dejando su huella como muestra de su afecto. La engrapadora trabaja febrilmente como casamentera haciendo uniones; el abrecartas se entretiene rompiendo sobres; el quita grapas deshace uniones antiguas; el mouse cierra las ventanas de recordatorios y ha marcado los mensajes como leídos; la máquina de hacer etiquetas desliza la cinta con rapidez; el fax arroja papeles como vómito, compitiendo con la impresora que hace lo propio.
No puedo dar crédito a lo que sucede. Me alejo, salgo a la terraza, respiro profundo, miro las plantas y me entretengo en quitar las hojas secas, ¡oh no, más hojas!. Al cabo de diez minutos regreso al escritorio, la actividad ha cesado. Empiezo a ordenar nuevamente. Me encuentro con sorpresa que las citas de mi agenda han sido cambiadas, la pluma roja fue la responsable, la delata el color de la tinta. Quiero pedir ayuda, debo estar volviéndome loca, busco el teléfono del psiquiatra, marco y me contestan en la papelería.
Cierro los ojos, respiro profundo, trato de relajarme, siento que algo está corriendo por mis piernas, brazos, manos, trato de moverme, no puedo, abro los ojos, el diurex me recorre y me ata a la silla. Las tijeras se han ido lejos, están sonrientes a varios metros de distancia. Esto va más allá de toda paciencia, me zafo con fuerza, busco mis llaves, ¿Mis llaves? ahí, sepultadas bajo nívea capa que cubre mi escritorio. Será mejor volver mañana, por hoy ha sido suficiente ajetreo.
Maravilloso texto. Es la batalla diaria entre ellos y tú. Claro que cuando alguien regresa a la oficina después de unas vacaciones es aún peor, una locura total, los pendientes y los papeles te ahogan. Hiciste bien en retirarte porque te pudieron estrangular a morir.
ResponderBorrarUn 10.